Salomón guardó silencio. Por un momento sintió el peso del tiempo doblegar sus piernas, en tres segundos su tez se transfiguró haciéndole envejecer treinta años, así; como un alma marchitada por la edad, aquel jovial rostro quedó enterrado en marejadas de arrugas y enigmas. Guardó silencio remembrando cada pequeña faceta, todas aquellas variables que minúsculas desbocaban en un aciago día, un día de mortuoria tristeza.
Un pequeño grito impulsado por el cólera y sentimientos de rebeldía desembocó aquel suspiro previo a un infarto; un simple grito abonó la muerte de su abuela. El impulso de correr negándose a enfrentar tan inhóspito suceso generó aquel amargo accidente: tres niños en estado de coma por una moto que perdió su rumbo al evitar golpearlo.
Como si las maldiciones encontraran refugio en su aliento temía hablar y destruir el mundo; corrió rápido, corrió rumbo al Norte. Cada paso le revelaba un paisaje cambiante, la alegría era derrocada por caos y confusión, aquellas bellas melodías ofrecidas por los niños se tornaban densas, lúgubres…
Una vez en el risco del Norte contempló el abismo con seductores ojos, escuchaba voces maldecir en su cabeza, oía llantos, risas susurros. Una voz que le invitaba a saltar para así abandonar esa locura, otra voz que le suplicaba cordura y redención.
Salomón guardó silencio mientras dejaba que el peso del tiempo doblegara sus piernas.
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