¡Clap, clan , clap, tan!
Golpeaban las gotas contra el
único ventanal aún en pie, permitiendo así contemplar tímidamente el paisaje.
Hacía tantos años que la mítica y majestuosa ciudad capital se había sumergido
en las sombras, como un lúgubre poema; cada casa, cada persona y cada esquina aportaban esa melancólica rima. Sus calles
eran ahora pasadizos mohosos con charcos que reflejaban un cielo siempre gris,
la oscuridad era tan larga y densa que aquella diurna y pactada luz era una simple
promesa de subconscientes tiempos mejores. Solo anhelos.
La plaga trajo consigo la muerte
espiritual, la gente que antes caminaba
con la frente en alto ahora huía de la luz, toda esperanza se perdía y sus rostros -antes
bellos- eran ahora remilgos burlones, parodias que destellaban trastorno. La leprosidad era
tanta y tan común que en sus pequeños círculos sociales las personas sentían cierta
tranquilidad, tranquilidad y envidia; pues si bien alejada
de la luz y aún escondida de los ojos inquisidores, se encontraba
una dulce muchacha, con belleza perenne y un mar salvaje hechos rizos en su
cabello, tan bella, tan ajena...
Ella se encontraba sentada oyendo
el clap, tan rítmico de la lluvia
mientras era bañada por los destellos lunares y cobijada por la tranquilidad de
su hogar. En su mano izquierda una ligera luz producto de una esperma encendida
hacía que las sombras danzaran en su silueta. Ella, tan sonriente como siempre,
recitaba un ligero cántico; a la par, de la hojilla de afeitar bajaba hacia su
mano derecha un hilo de sangre, de la
comisura de su boca emanaba una carmesí miel. La canción era ahora acompañada de
una pequeña salpicadura roja, sus ojos emblanquecidos comenzaban a saltar desesperadamente.
La sangre bajaba ahora por su
cuello limpiando su piel, deshaciendo el paso del tiempo, aniquilando la peste.
Tanta sangre empezaba a correr, tanta que
su piel se hacia sumamente blanca y pálida, como la luna que inquisitiva desaprobaba aquel
acto, era pues ese minuto de muerte, en el cual ella renunciaba a su cuerpo, el
mismo en el que entregaba su espíritu a la esencia de la belleza, un instante
el cual se hacía uno con sus demonios.
No se porque, pero me recuerda un texto de Cortazar.
ResponderEliminarMe gustaría poder leerlo. ¿Recuerdas el nombre?
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