París era una fiesta, una de esas inolvidables fiestas. Decía Hemingway que
si tenías la dicha de haber vivido tu juventud en sus calles bohemias y en esas
plazas de algarabía, París te acompañaría hasta el final de tus días. –Hace tanto
tiempo que no soy joven- si sus calles
cambiaron o el vestir de las personas, siento que en sí nada más cambió; es la misma historia de corazones que juran
amar la libertad y que en su piel se alberga el amor, la historia de eventuales
jóvenes que creyeron haber nacido cuando el mundo no estaba listo para ellos, o
demasiado tarde según otros.
Veo otra muchacha caminar a mi izquierda, vagando por las estaciones del
metro añorando aventuras; viste de negro y cuero –con un rostro tan pálido es
una verdadera tristeza-, se debe sentir indestructible al ser abrazada por una
belleza tan abstracta, piel de alabastro y ligeros cabellos dorados -sigo
considerando que es demasiado pálida-, tal vez la juventud de ahora tiene gustos más sencillos y un tanto insignificantes. Coquetea por doquier aún
cuando su caminar quiere expresar un aire de irrelevancia, es en verdad una tontilla.
Creo que las décadas me han hecho detestar los manjares irreverentes, no
hay nada peor que probar la cálida sangre de un ser reacio –amarga cualquier
intento de paz-. Ya me vio –tarde- , y cree que no soy más que un pobre viejo
verde cautivado por una belleza incomprensible, pobre tonta, juega a ser un
dios, uno pequeño, uno que ni siquiera puede ver el poder al rostro, ¡dudó! –ya
es muy tarde- le enseñaré a no cazar en mi territorio.
París nunca dejará de ser una fiesta.
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