¡La cabeza de un dragón rojo!
Así sea pequeño dijo, así sea una cría de dragón.
De todos los presentes para demostrar amor ese era el más disparatado. Lord Adalhard consternado pero impulsado por
el cariño, besó la espada con contrapeso en esmeralda y juró traerle a su amada
una cabeza de dragón, así sea pequeña pensó, así sea una cría de dragón. Partió
junto al alba llevando lo indispensable, odres y carne seca junto con una
tienda de campaña. Caminó durante largas jornadas en mañanas frías con ligeros
destellos de cálido sol, caminó durante interminables jornadas, bajo el tórrido
calor en los valles de fuego, caminó y caminó hasta el fin del mundo (pensó) Sus
brazos se hacían cada vez más fuertes y el peso de años no vividos plateó su
rostro, era ahora algo más viejo, un poco menos enamorado; pero, luego de semejante
proeza sólo quedaba conseguir una cabeza de dragón, así sea pequeña recordaba
él, así sea una cría de dragón.
Llegar a la caverna fue sencillo, incluso evitar las trampas y
triquiñuelas. Una vez frente al dragón fue más la virtud de los dioses aquello
que le permitió escapar con vida, con una vida llena de éxtasis, ahora él se
veía llegando en carruajes tirados por corceles blancos hasta el reino,
entregando en un cajón de abeto negro la cabeza prometida, el premio
reconfortante, la muestra más pura y heroica jamás demostrada en el reino.
Eso fue lo que él pensó.
Conociendo el camino regresar fue más sencillo, pero la gloria que en
otrora soñaba fue reemplazada por harapientas prendas y un olor a podredumbre
desesperante, el mismo olor que dejó un camino sencillo de seguir. Una vez en
el reino cuando sus fuerzas empezaban a regresar contempló consternado como una
sombra surcaba el cielo, hacia sus adentros entendía que el miedo era un demonio
volador que acecha en los días tanto como en las pesadillas. El olor a azufre y
temor se hacía cada vez más insoportable, aquella sombra crecía y aminoraba
mientras daba círculos sobre el castillo, voló y voló, en las noches cual
estrellas rojas dos puntos intermitentes apuntaban siempre hacia las paredes
consideradas impenetrables.
Y el día cero llegó. …Fue una
venganza bañada en fuego y poder, sus alas podían romper paredes de piedra pura
y su cola cual ariete serpenteaba indomable por pasillos u árboles y el fuego, ¡vaya
fuego! Consumió las almas de los allí presentes pero no la de Lord Aldahard, él
contempló como su familia era despedazada entre las lanzas blancas de sus
dientes, decapitada y engullida sólo para ser vomitada en un rugido. Vio a su
amor ser aplastado, vio su vida ser un festín.
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