Don Lorenzo llego a la ciudad de los canales faltado tres meses para el primer día del festival, nadie le conocía en otras partes de Italia más que en aquella mágica población en dónde ejercía el rol del más afamado sastre del carnaval.
Apadrinado por una acomodada familia de la zona, tenía su taller en el primer piso de una casa que estos alquilaban a los visitantes. En el día, recibía clientes que debían reservar su cita casi el año anterior para que el sastre pudiera verlos, y en la noche atendía amorosamente a las hijas de sus mecenas, quienes, a fortuna de Don Lorenzo, estaban todas casadas, pues él tenía la certeza que al menos dos de los seis hijos que tenían ambas eran fruto de sus romances nocturnos.
Una mañana llegó a él la joven esposa del juez de la ciudad, la tersura de su piel y el brillar de sus cabellos hicieron sentir a Don Lorenzo por primera vez en su vida, viejo. Lorenzo Guilarducci no tenía más que veintiséis años para entonces y sabía que su salud estaba en un correcto estado, más sin embargo la muchacha con la que se había casado el juez hacia un par de meses no tenía más que quince años.
Sabía Don Lorenzo que para apaciguar este sentimiento de vejez que poco a poco se apoderaba de todas sus instancias debía conseguir la aprobación de la joven SIlvestra. Ideo él un plan para conquistarla a más tardar en el baile de máscaras inaugural del festival y el primer paso era confeccionarle un disfraz que no le permitiera ser reconocida ni por su devoto esposo.
A varios clientes Don Lorenzo debió presentar sus excusas al aplazar su petición, pues el disfraz de Doña Silvestra tardó más que cualquier otro que él pudiese haber confeccionado antes. Sabía él que esto lo convertía en nada más que un soñador, pues como la joven, a quien él ahora consideraba la más hermosa de la ciudad podía prestarle atención, sí no era más que un viejo sastre.
Las mascaradas son siempre encantadoras.
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