jueves, 10 de febrero de 2011

La vecina de enfrente.

Cuando Juan dejo la casa de sus padres ya era lo bastante mayor para afrontar los infortunios del día a día. En la pequeña población en la que él vivió toda su infancia y adolescencia había muy pocas personas de su edad con las cuales podría relacionarse, y cuando llego a la ciudad, esa fue su mayor sorpresa. Había conseguido un trabajo en el astillero y posada en un pequeño barrio universitario cerca de allí. La mujer que lo hospedaba tenía un único hijo, llamado Pedro, que era solitario y pasaba sus tardes cocinando para su madre que llegaba a las siete de trabajar en la empacadora.

Pedro tenia uno o dos años menos que Juan y eran igual de inexpertos a la hora de socializar. Un día Pedro descubrió que a la casa de en frente se había mudado una muchacha de unos treinta años aproximadamente, pues debía tener los de su prima Martha quien acababa de dar a luz a su tercer hijo. Cuando Juan llegó a casa, encontró a pedro en su cuarto espiando a la chica cambiarse de ropa en su habitación.

Sabía que este comportamiento no era educado ni mucho menos respetuoso y cuando se dispuso a dar una reprimenda verbal a su amigo, se dio cuenta de que fue lo que lo impulso a cometer dicho acto. La muchacha de enfrente podía ser, aunque Juan no conociera muchas muchachas en realidad, la más hermosa y con mayor sex appeal que pudiese conocer nunca. Por su cabeza paso en un instante el pensamiento mórbido de irrumpir en su ritual nocturno de vestirse con ropa de dormir, pero lo reprimió de inmediato y se dirigió a su habitación en silencio.

Una noche al salir Juan del astillero, reconoció el cuerpo de la vecina de enfrente caminar unas cuadras adelante suyo. Juan llevo la vista a su reloj de pulsera para comprobar la hora y saber que tan tarde era para que una muchacha así anduviera sola en la calle. Cuando volvió la vista a su vecina, vio como un hombre le arrancó la camisa e iba por su sostén. Juan corrió en su auxilio y dio fuerte pelea para dejar mal herido a quien agredió a la muchacha.

Ella, tendida en el piso y llena de pánico, se sonrojo hasta las orejas cuando Juan poso su vista sobre su cuerpo desnudo. Le agradeció con una sonrisa su ayuda y él le ayudo a abrocharse su sostén y le cedió su camisa al ver la suya destrozada e inservible.

1 comentario:

  1. Sin morbo logró contemplar la desnudez de aquella dama como pocos en el mundo lo harían.

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