martes, 8 de febrero de 2011

Velas como vestidos

El soldado se embarcó el día doce a las cuatro de la mañana, despidiéndose de su amada en la salida de su casa, no quería que fuera su imagen, frágil y expectante, la que lo acompañara en su viaje por el mediterráneo con rumbo a Cartago. Las noticas de que los barbaros habían llegado a Gibraltar con la misión de apoderarse de dicho puerto fue la llamada para que los soldados romanos que se encontraban descansando en sus casas, después de las batallas contra los galos, salieran de nuevo a la lucha.

El soldado le pidió que el día doce, del siguiente año, prendiera una vela color morado, en ese alargado jarrón de cristal que se encontraba en la mitad del salón principal de su casa. Que si la vela se consumía por completo, sin dejar rastro de cera en el agua, él llegaría a casa ese año.

La batalla fue ardua y exigente, pero Roma venció. En Cartago, una enfermedad se había propagado a causa de las quemas de cuerpos ocurridas en las afueras, así que los soldados decidieron echar los cuerpos al mar, pero esto enfureció al mar, tanto así que el viaje de regreso fue un tormento. Meses pasaron, sin poder aprovisionarse correctamente, racionando austeramente los pocos recursos que les quedaron. Quienes no murieron perdieron mucho de su cordura.

El soldado pudo bien sucumbir ante tales muestras de locura, si no fuera porque había pasado todo el viaje absorto en el pairar de la embarcación cuando el mar daba muestras de gentileza, y en el agitado movimiento de las velas cuando éste se encontraba agreste. Ambas formas le recordaban a su amada en su vestido favorito. La primera era una imagen suya de pie contra el marco de la ventana que da al jardín, y en la segunda, la veía corriendo por los valles, agitada por la diversión.

Quienes no murieron perdieron mucho de su cordura, y el soldado decidió negarse a ello, pues al se ella el objeto de sus desvaríos, no consideraba locura el refugiarse en aquello que para él, siempre fue la fuente de su tranquilidad y su paz.

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