Primero la mantequilla y el azúcar.
Con sus delicadas manos abrazaba la mezcla, al hacer presión ésta se deslizaba entre sus dedos una y otra vez, mientras el tiempo corría y el ritual continuaba, su piel empezó a sentir como crecía aquella masa tornándose esponjosa.
Segundo la harina y los huevos.
Lentamente e intercalándolos, batiendo siempre en una única dirección, la masa crecía y se hacía más viscosa, sin embargo –y con satisfacción-, los años en ésa noble labor le brindaron brazos fuertes y una paciencia envidiable. Mezclaba sin descanso mientras entonaba melodías suaves; ingrávidas notas se paseaban desde sus labios hasta la dulce corteza que batía con entusiasmo.
Tercero la leche o algo así.
Aparte mezcló hasta homogenizar un poco de natas, fresas, moras miel, leche y queso. Tomó aquel líquido e incorporándolo a la mezcla anterior se dedicó a batir. Nuevamente la sinfonía de olores se elevaba majestuosa llenando la cocina con una dulce paz.
Cuarto Hornear.
A fuego lento y sin afán; para que aquella mezcla creciera con amor y dedicación.
…Luego de servirla y adornarla con los matices rojos propios de aquellos virginales bosques, la dejó reposando sobre la mesa de madera. Poco tiempo transcurrió cuando Áine y su padre atravesaron el umbral de la casa, sus ropas desnudaban el cansancio propio de la jornada, mas aquella sublime sorpresa les devolvió la alegría a sus rostros, viéndose por fin en familia, abrazados por el calor del hogar, entendieron que todo estaría bien. Y así juntos olvidaron la palabra temor.
Todo estará bien.
ResponderEliminarEsas pequeñas cosas que nos recuerdan con amor, que en tiempos difíciles el mejor refugio contra el temor es la familia.
El olor a torta es un augurio lleno de confort.
ResponderEliminarIgual tengo una tia demente de que colecciona fotos de pasteles.
ResponderEliminar¡Pero nunca mires el de coco!
ResponderEliminarO el de manzana...(mi mano lo recuerda).
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