Algunos de los cambios más espectaculares que hemos presenciado en este siglo tienen que ver con los vehículos para el entretenimiento de los seres humanos. De las pianolas se pasó a los gramófonos; del vodevil al cine; de la radio a la televisión. A las películas se les añadió sonido; a la radio, imágenes; y a ambas, el color. Y nadie duda de que podemos ir más lejos.
Con el láser y la holografía podemos producir imágenes tridimensionales de mayor definición que la que puede ofrecer cualquier fotografía corriente. Las modernas técnicas de grabación en cinta nos permiten editar videocasetes sobre cualquier tema, de modo que el cliente puede reproducir en cualquier momento lo que le apetezca en su propio televisor.
Cada nuevo invento desplaza a los antiguos en la medida en que el público acude a aquella técnica que le da más. El cine mató al vodevil, la televisión al radio y el color al blanco y negro. Las tres dimensiones acabarán sin duda con la bidimensionalidad, y los casetes puede que maten a la televisión de masas. ¿Cuál es la tendencia general? ¿A qué se llegará en último término?
En cierta ocasión asistí a una exhibición de casetes de televisión y me saltó a la vista lo voluminoso y caro que era el equipo auxiliar necesario para decodificar la cinta, llevar el sonido hasta los altavoces y proyectar la imagen sobre la pantalla. No hay duda de que las mejoras vendrán por el lado de la miniaturización y de la mayor complejidad, que es el mismo proceso que en años recientes nos ha proporcionado radios, cámaras, computadores y satélites más pequeños y compactos. Es posible que el equipo auxiliar disminuya de tamaño y desaparezca. La casete se convertirá en un objeto autónomo que contenga la cinta y todos los mecanismos necesarios para producir el sonido y la imagen. La miniaturización hará que aquélla sea cada vez más manejable y ligera, casi hasta poderla llevar bajo el brazo. Y su funcionamiento requerirá también cada vez menos energía, llegando a no consumir prácticamente ninguna.
Una casete ordinaria produce sonidos y proyecta luz, porque ese es precisamente su propósito. Pero ¿por qué invadir la esfera de otras personas ajenas a ellos? La casete ideal sería visible y audible para la persona que la está utilizando, y para nadie más. Las que hoy existen necesitan una serie de mandos: un botón de encendido y apagado y otros para regular el color, el volumen, el brillo, el contraste… La dirección del cambio será hacia una simplificación de los controles. En último término habrá un solo botón…, o ninguno.
Cabría imaginar una casete que estuviese siempre perfectamente ajustada; que empezara a funcionar en cuanto uno la mirara; que se parara en cuanto uno dejara de mirarla; que pudiera avanzar o retroceder deprisa o despacio, a saltos o con repeticiones, a placer del usuario. Qué duda cabe que ése es el aparato de nuestros sueños: una casete que puede contener información sobre infinitos temas; que es autónoma, manejable, parsimoniosa en el consumo de energía, perfectamente privada y sometida en gran medida al control de la voluntad. ¿Será sólo un sueño? ¿Tendremos algún día una casete así? La respuesta es un sí rotundo. No es que la vayamos a tener algún día, es que la tenemos ya; para ser más exactos: existe desde hace siglos. El ideal que he descrito es la palabra impresa: el libro, la revista, un objeto ligero, privado y manipulable a voluntad.
¿Piensa usted que el libro, a diferencia de la casete, no produce sonido e imágenes? Pues se equivoca.
Es imposible leer sin oír las palabras en la mente y sin ver las imágenes que producen. Y con la ventaja de que son sonidos e imágenes propios, no inventados por otros. Las imágenes y el sonido que ofrecen todos los demás medios de entretenimiento son “congelados”, y tienen un nivel de detalle que mejora con el avance de la tecnología. El resultado es que los medios exigen cada vez menos del usuario. Incluso se insertan cuñas musicales y risas pregrabadas para felicitar determinadas emociones en el cliente sin esfuerzo de su parte. La persona a quien le cuesta leer (y a la mayoría le cuesta) recurrirá a estos productos “congelados”, y seguirá siendo un espectador pasivo.
La palabra impresa, por el contrario, presenta un mínimo de información. Todo lo demás tiene que ponerlo el lector: la entonación de las palabras, la expresión de los rostros, la acción y el escenario han de ser extraídos de estas sartas de símbolos en blanco y negro. El libro es una empresa compartida entre el escritor y el lector, como ninguna otra forma de comunicación puede serlo.
Si usted pertenece a esa pequeña y afortunada minoría para quienes la lectura es fácil y agradable, el libro, en cualquiera de sus manifestaciones, le será irreemplazable e indestructible, porque exige participación. Por agradable que sea el papel de espectador, participar siempre es mejor.
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