sábado, 9 de abril de 2011

Como la lluvia a los esclavos

Los vidrios de la calle se sacudían por las gruesas gotas de agua que emanaba el cielo, en esa tarde no había quien se escapara de llegar a casa con la ropa goteando y quienes estaban dentro de los muros ya se habían abrigado al lado de sus seres queridos.

Pero Ava se sacudía tanto como los vidrios de la calle y sus ropas ya no podían aguantar una gota más de agua, en casa…

casa.

No había casa desde hacía mucho tiempo, ni para ella ni para muchos hoy en día, ellos llegaron y se apoderaron de sus casas, de sus abrigos, de sus bosques, de sus ríos; separaron sus familias y los obligaron a trabajar por comida, cual si fueran esclavos.

Ava salió del trabajo esa tarde a las cinco, catorce horas de trabajo diario ya relucían en su pelo y en su piel, pero sus ojos abstraídos eran la mejor síntesis de su día a día. En la residencia, los sucios cuartos en los que se resguardaban los rezagos de familias que quedaban intentaban salvar a sus miembros más vulnerables de una incurable neumonía, y en el suyo, Ava esperaba a su esposo, quien había decidido trabajar hasta las ocho de la noche ese día, solo para poder comprar un pedazo de carne ese mes.

Sus azuladas manos la abrazaron sobre la ropa apenas llegó, y mientras se desvestía con la intención de tomar algo de su calor, que ella, muy amorosamente le compartía, le repetía al oído una y otra vez, que pronto saldrían de allí.

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