viernes, 8 de octubre de 2010

Justa.

Sir Aillean partió antes del amanecer, sobre su fiel corcel atravesó sin descanso las llanuras del Este hasta abandonar el mismo reino. “La flor imperecedera, es ello lo único que te pido, tal cual es mi cariño noble señor, si a mí la traes me desposaré sin espera” Día y noche recordaba la solicitud de su amada, quien con dulzura le guardaba desde la alta torre del castillo.

El bosque de Isílean fue un verdadero reto, una trampa natural creada por los dioses para simplemente mantenerse ocupados; sin embargo, el amor logra proezas inimaginables incluso para los más grandes poetas. En lo profundo del bosque, cerca de un manantial encantado Sir Aillean logró encontrar la flor imperecedera, atónito por su belleza la tomó con sus manos y arrancó delicadamente, con la triste noticia de verla marchitar de inmediato.

Intentó, intentó. Cuanto su mente le sugirió él hizo, mas cada acto era igual de decepcionante, su rostro palidecía por el esfuerzo y la angustia, aquellas rodillas hechas harina por el peso de la armadura le anunciaban una vejez dolorosa. Agotado por la jornada, su cuerpo fue vencido por la campaña misma y se desplomó sobre el cementerio de flores. A la mañana siguiente, notó que en una de sus manos una flor estaba intacta, al abrir aquellos dedos descubrió que ésta solo vive lejos de su tierra si es alimentada por la sangre misma, contento regresó a su hogar.

El bosque de Isílean se desvaneció con prontitud, los anhelos de un amor le motivaban tanto que su propio corcel corría con más brío. Al llegar al pueblo su mano izquierda casi inerte sostenía un increíble ramo alimentado por la fervorosa sangre de un noble amante. Dentro del castillo descubrió que, su Lady había partido con un antiguo compañero de armas a quien nada le había solicitado y con quien siempre ella había vivido sus romances clandestinos.

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