Las luces del día se marchaban del cielo, como despidiendo la jornada, a su encuentro se aglomeraron las nubes y los truenos llegaron con rapidez. Sería una noche fría y solitaria, así que puse la tetera a calentar. Me senté en el alfeizar de la ventana de mi habitación, con el libro de turno sobre mi regazo; sentía las gotas caer, cada vez con más fuerza sobre los cristales, cuando de repente, un estruendo sacudió el lugar.
En la sala, la ventana abierta de par en par, y las cortinas se sacudían por lo alto de la habitación, acudí a cerrarla, pero una aparición capturo mi atención. En la calle, frente a mi apartamento, se encontraba él, -no me estaba buscando a mí, no sabía dónde me encontraba-, fue lo único que pude formular mientras bajaba por las escaleras. Las gotas de lluvia que mojaban mi rostro se confundían con las lágrimas de alegría y sorpresa que emanaban mis ojos, lo invite a pasar.
Le pedí que se recostara sobre mi sofá, el agua aun le escurría por las ropas y no podía invitarlo así a mi cama. Le ayude a quitarse el pobre abrigo que llevaba y le alcance una manta. Pronto su cuerpo dejaría de temblar. Le alcance una taza de agua caliente con un poco de cicuta que encontré en la alacena, para ayudarle a relajarse. Prepare aceites para devolverle el calor a su pecho y a sus pies, y recordé lo que mi buen amigo Jean me dijo siempre sobre los enfermos: el cuerpo cálido y la cabeza fría.
Al terminar de preparar todo, y alternando suaves masajes sobre su piel helada, con trapos fríos que regularan la temperatura de su cara, pude verlo postrado sobre mi sofá, y cuenta de lo que estaba pasando en aquel lugar, eran mis manos cuidándolo de nuevo, velando por su bienestar, y al sonreír fue menester decir para los dos, que todo estaría bien.
Ella sabe encontrar en el tacto, la magia de la vida.
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