Sonrió para sí al recordar años y años de prometerse un futuro de conocimiento y aprendizaje lejos de su parsimonioso pueblo nativo, y se encontraba regresando por una promesa adjuntada a una pintura que le dejó a su entretenido compañero de charlas insomnicas y paseos a tierras bardas. Por un café cruzaba el continente, por un café se fue de el lugar en el que recibió educación en muchos aspectos, pero el café no era más que una excusa, para así volver al lado de la persona quien eternamente la había hecho soñar.
La calurosa tarde le había devuelto los rizos a su pelo y el sol por entre las copas de los árboles le dio ese brillo a su piel que tanto había extrañado en Inglaterra. Mares y montañas cruzó, para encontrar sus ojos a esa figura que observaba su reloj de bolsillo como una costumbre guardada con aprecio y con cariño. Ella, toda encantos y ademanes agradables, era la mujer que había prometido regresaría, aquella niña que se despidió hacia quince años en ese mismo lugar, él, que no mucho había cambiado, seguía siendo para ella, quien había conocido el mundo y muchos secretos que guarda éste para quienes no salen de su perímetro habitual, todo lo gallardo que alguien pudiera ser jamás.
Quince años, un café, una promesa, una pintura, viajes en tren, libros, horas de sueño perdidas, caminos por valles, cuencas, senderos, lagos, montañas, ríos, todo. Todo y nada, pues las dudas que genera la distancia las acaba esa irrefutable seguridad que brinda la calidez de la sonrisa, la mirada y el tacto, de quien por más distancia de por medio y por más años de ausencia, haya conservado la palabra de amado.
El café siempre es una buena excusa. A veces la mejor.
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