Vagaba lentamente, la noche había caído y sin dinero para regresar a casa el caminar mas que una opción se había consumido como un hecho. He de admitir que no siempre la razón y el sentido común van de la mano dentro de mí, empezaba a llover y para acortar camino decidí atravesar una hondonada, la cual al ascender desembocaba en un barrio de calles anchas y casas pequeñas.
El agua caía constantemente y sin piedad, cada vez más fuerte, el tiritar de mis huesos era un intento inútil; moribundo –e inmerso en pequeños delirios- le vi aparecer, el agua recorría sus pómulos, se acercó a mí y me invitó a su hogar. Aquel apartamento olía a jazmín y manzanas, recostado sobre su sofá, envuelto en una cálida manta se acercó gentilmente, traía en sus manos una taza amplia que olía a almendras.
-Bebe.
Mientras el líquido bajaba por mi garganta percibí un sabor algo amargo.
-¿Qué es? –pregunté adormecido-
-Es tu cicuta.
Con extrañeza empecé a ver como todo a mi alrededor ser hacia denso y oscuro, su voz cambiaba politonal e inmediatamente; moría, sentía la parca venir por mí, qué triste final el mío –pensé-, sin una sola moneda para darle a Caronte. Abrazado por mi deceso, inmerso en mi inevitable destino la revelación llegó a mí, me vi recostado sobre el sofá de esa habitación, mientras ella colocaba compresas frías en mi frente, con su cabello ondulante acariciaba mis labios, sus manos eran untadas por extraños aceites y luego frotadas fervorosamente contra mi pecho, sobre pies.
Su boca se acercó a la mía, besó mi mejilla, y como un ritual la vida regresó a mí, mis labios temblaban bruscamente mientras le oía decir que todo estaría bien, todo estaría bien…
Encontrar en los labios del otro una razón para volver a la vida.
ResponderEliminarPerderse y encontrar un hogar, eso es vivir.
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